«Enforcement» es una expresión del derecho anglosajón que no tiene una traducción clara en castellano. Lo más parecido en nuestra lengua sería algo así como, «acto de voluntaria asunción u obligatorio cumplimiento de una norma en una sociedad, con el auxilio de sujetos o instituciones de los que dicha sociedad voluntariamente se dota».
En español, el verbo «to enforce» se puede traducir como «hacer cumplir», «dar fuerza» o «ejecutar». Es uno de esos términos en los que la traducción se hace por aproximación. Un fenómeno que también sucede al contrario, por ejemplo, con verbos tan bellos en castellano como «madrugar», que hay que traducir de forma bastante patética al inglés por un insípido «to get up early».
El problema del «hacer cumplir», del «dar fuerza» o del «ejecutar» con que podríamos traducir a la lengua de Cervantes el vocablo inglés «to enforce», es que implica la presencia de un sujeto invisible que tiene que hacer cumplir, por ejemplo, una norma o una sentencia. Y es ahí, en la voluntaria indefinición del sujeto etéreo y vaporoso, donde se sintetizan buena parte de los males que afectan a nuestro país.
No se engañen los unos, los otros y los de más allá.
El problema de España, o uno de ellos, no es la ausencia de normas jurídicas o de precedentes jurisprudenciales. El gran problema de nuestro país, el que lo hace terreno proclive a la corrupción y la desidia económica, es la debilidad de la aseveración «hacer cumplir la ley».
Porque, ¿quién hace cumplir la ley? ¿a quién, en un estado complejo de competencias solapadas, le compete ejecutar, hacer cumplir o dar fuerza, de forma nítida, especialmente cuando esa materia no aporta un rédito político atrayente?
Desde un punto de vista antropológico y de arqueología política, este hecho puede estar muy relacionado con la inusitada fuerza del anarquismo en nuestro país, que solo es comparable a la que adquirió en el sur de Italia a finales del siglo XIX. El rechazo a toda forma de autoridad, por el abuso implícito con que se ha ejercido esta tradicionalmente en nuestras sociedades, y la debilidad de los contapoderes cívicos, nos ha hecho ácratas e insumisos a todo poder. Quizás porque tememos el modo en que va a ser ejercido, o quizás por una ancestral querencia por la libertad que se manifiesta en la forma en que vivimos la calle y los festejos populares.
Vayamos al ejemplo concreto de Seseña.
Cuando el otro día, en la edición digital de The Guardian, me desperté con la vergonzosa columna de humo negro que se elevaba al cielo de la Meseta, lo que llamaba la atención al medio inglés no era tanto el suceso como el hecho de que hubiera sentencias, acuerdos, protocolos de actuación y advertencias varias contra la proliferación de esa mancha negra de caucho junto a la urbanización de El Pocero, que se retrotraían década y media en el tiempo, hasta década y media atrás en el tiempo.
Y todo ello, con una normativa ambiental exhaustiva, clara y hasta redundante por la convivencia de distintos niveles de gobierno con potestades concurrentes en la materia.
No estamos, por tanto, ante un problema de ausencia de regulación. Sino más bien de cultura cívica. O de incultura cívica sistémica, basada en la aseveración de que lo que es de todos, lo que incumbe a todos, en el fondo no es de nadie ni incumbe a nadie.
No se necesitan más leyes, ni cambiar las que hay, ni refundirlas en un texto articulado o sistematizarlas en un ejercicio laberíntico de codificación. Se necesita más «Law enforcement», más «hacer cumplir la ley» que ya existe y es estruendosamente ignorada por todos. Administraciones, órganos jurisdiccionales y hasta la propia ciudadanía, hecha a la desidia colectiva que todo lo fía al mesías que anuncia en su programa electoral nuevas leyes que nacen vacías de fuerza, destinadas a morir en el terreno de los principios declarativos y los brindis al sol.
Hay una preciosa asignatura en leyes -o la había en mi tiempo, al menos, en primero de carrera- denominada Teoría del Derecho. Es la típica asignatura de apariencia etérea y filosófica, que uno aprende a apreciar con el paso de los años, después de casi aborrecerla cuando se estudia. La impartía una de las profesoras más brillantes que tuve, Marina Gascón, de cuya docencia en la materia me quedó la cantinela repetitiva de la virtud de todo sistema jurídico, como un gigantesco mecano basado en la coexistencia de tres principios: justicia, validez y eficacia.
Sin una de esas tres patas, el sistema jurídico se tambalea. No es que la mesa empiece a cojear, sino que directamente se viene abajo. De tal modo que un sistema ineficaz, deviene en injusto y materialmente inválido.
El humo negro de las ruedas que se queman en Seseña es la manifestación de la ausencia de eficacia. Pero es también la pira funeraria de una España adormecida en la indolencia colectiva y el peso del legajo dilatorio. La ineficacia que provoca injusticia y hace a la norma papel mojado.
Ahora, cuando las brasas se apaguen y el paisaje ofrezca una nueva cicatriz en la vergüenza colectiva, en vez de reclamar comisiones de investigación, como ya se apresuran a hacer los aplicados devotos del manual de vieja política, lo prioritario debería ser evitar las nuevas Seseñas que están por venir. Que todos tenemos localizadas y contra las que la sociedad, a través de las Administraciones, tiene que actuar para hacer sentir al pueblo que, ciertamente, hay alguien encargado de hacer cumplir la ley.
Es eso, o seguir perdiendo el tiempo en la cultura del salivazo mutuo, la burocracia paralizante y el póstumo ajuste de cuentas que termina donde de costumbre.
Pariendo una nueva ley que vuelva a ser ignorada. Que vuelva a ser igual de inútil que las que la precedieron.