Vivimos un cambio de época caracterizado por una crisis de los cuidados que es el resultado de dos hechos: uno, la transición demográfica relacionada con el aumento de la esperanza de vida y envejecimiento de la población (con el consecuente aumento de las enfermedades crónicas y las limitaciones funcionales). Dos: la progresiva superación (que no eliminación) de ciertas formas de división sexual del trabajo (que reconfigura estructuras, dinámicas, tamaños, valores y modalidades de convivencia) y que tiene, entre otras consecuencias, una importante disminución de la disponibilidad familiar y comunitaria en general, y de las mujeres en particular, para el cuidado.
Estas nuevas necesidades socio-familiares relacionadas con el cuidado de personas muy dependientes sólo pueden satisfacerse mediante dos acciones simultáneas (en el ámbito privado y en el público): un reparto igualitario y efectivo de las tareas de cuidado en el seno del hogar, y unas políticas públicas suficientes para posibilitar la conciliación efectiva entre la vida familiar, laboral y personal.
Pero como ninguna de estas acciones efectivas se han desarrollado o articulado adecuada ni suficientemente en nuestro país, la respuesta a la crisis de los cuidados no ha sido otra que la externalización generizada del cuidado, porque siempre se produce entre mujeres: ya sean abuelas o mujeres extranjeras, principalmente.
Y es que los hogares sin esposa-ama-de-casa han abierto nichos de empleo de trabajo doméstico y de cuidados que atraen a mujeres de países empobrecidos (aunque a costa de elevadísimos costes de conciliación y cuidado en las propias familias de origen de las mujeres extranjeras empleadas de hogar).
Las clases medias y altas resuelven individualmente esa crisis de cuidados contratando a mujeres más pobres de países empobrecidos, conformando las denominadas cadenas globales de cuidados; mientras que las clases bajas la afrontan mediante la solidaridad vertical(generalmente abuelas que cuidan nietos/as).
En todos los casos se trata de trasvases generizados del cuidado, que, en el caso de las mujeres extranjeras, implica un trasvase de desigualdades de clase y etnia entre las propias mujeres. Un trasvase que enmascara el mito del “nuevo igualitarismo en la pareja” y hace que permanezca subyacente e inalterado el patriarcado detrás de las estructuras domésticas y de empleo remunerado.
Esta crisis de los cuidados, adquiere carácter transnacional (implica a numerosas mujeres de diferentes países), por lo que debería denominarse crisis global de los cuidados. Una crisis que afecta de forma diferente según los países, la clase social, el género, la diversidad funcional o la procedencia étnica, produciendo siempre discriminaciones múltiples interseccionales de forma compleja en las mujeres cuidadoras extranjeras. La existencia de, al menos, una triple discriminación (como mujeres, como trabajadoras domésticas y como extranjeras), configura un complejo entramado de relaciones de poder que dificultan la integración plena de las mujeres cuidadoras extranjeras en la sociedad de acogida, y las mantienen en situaciones de explotación y vulnerabilidad mucho más complejas que la simple agregación de discriminaciones múltiples.
Las mujeres extranjeras cuidadoras sufren el solapamiento e intersección simultánea de varios sistemas de dominación, opresión y discriminación; como son el género, la nacionalidad, la etnia, la clase social y hasta la ocupación. No debemos olvidar que el servicio doméstico es el más bajo en la escala sociolaboral y que, por reproducir la posición de subordinación de género históricamente asignada a las mujeres, así como por su cercanía con las tareas y relaciones de servidumbre, es el sector de ocupación con menor reconocimiento y valoración social de todas las ocupaciones legalizadas. Estos ejes de identidad interaccionan en múltiples y simultáneos niveles, configurando una identidad propia y diferente de la suma de discriminaciones múltiples, de forma que cada rasgo está unido inextricablemente a todos los demás, produciendo una injusticia sistemática y una desigualdad social multidimensional. Y es que todos los prejuicios basados en la intolerancia, no actúan de forma independiente, sino interrelacionada, creando formas de exclusión y sistemas de opresión propios de esa intersección entre múltiples formas de discriminación. Las distintas formas de violencia que sufren las mujeres extranjeras empleadas de hogar (incluida la violencia estructural), son el resultado de procesos de estratificación social, a través de mecanismos cuya consecuencia es que el acceso, reparto o posibilidad de uso de los recursos es resuelto sistemáticamente a favor de la población autóctona. Y estas condiciones estructurales condicionan y limitan sus pretensiones de libertad, independencia y autorrealización.
Ellas viven situaciones de dominación, racializadas y generizadas, imposibles en otras mujeres cuidadoras españolas o de la propia familia. Ellas se han visto obligadas a dejar sus propios hogares para garantizar una vida digna a sus hijos/as, a miles de kilómetros. Siendo el trabajo como empleadas de hogar en España, el primero de ese tipo que realizan en su vida. Las relaciones entre empleadoras y empleadas, lejos de contribuir a la disminución del sexismo, lo que hacen es reforzarlo a través de una relación profundamente asimétrica entre mujeres trabajadoras (empleada y empleadora) que refuerzan la división sexual del trabajo y contribuyen a la invisibilización de las tareas y el valor de los cuidados.
Que las tareas de cuidado de las personas dependientes estén a cargo de una mujer extranjera, es una situación que podría –al menos potencialmente- enriquecer culturalmente el proceso de cuidar. Sin embargo, en la mayoría de las familias nativas, esta “diversidad” en el modo de concebir y gestionar el cuidado, en lugar de valorizarse, suele generar conflictos entre saberes/sentires/haceres, que terminan resolviéndose siempre a favor de la mujer-empleadora mediante una acomodación-aprendizaje a los saberes/haceres autóctonos por parte de la cuidadora extranjera. En este ámbito, tampoco el sistema sanitario ayuda, ya que no valoriza los saberes relacionados con el cuidado, que no coincidan con las “prescripciones establecidas”.
Como escribí aquí, la crisis de los cuidados nos enfrenta al reto de reformular el contrato social entre clases sociales, el contrato de género entre hombres y mujeres, el contrato intergeneracional, el contrato entre regiones del mundo y el contrato entre el presente y el futuro. Y es que la crisis de los cuidados ayuda a colocar la sostenibilidad (global) de la vida (buena) en el centro de todo. En este contexto, como expliqué aquí, tenemos el deber moral insoslayable de colocar la fraternidad como valor central de nuestras sociedades: tenemos el deber de cuidarnos mutuamente, porque todos tenemos que ser cuidados y porque todas las personas somos cuidadas a lo largo de la vida. El valor del cuidado nos compete a todos, a diferencia de la justicia que es un valor que compete al Estado. Debemos responder al reto de construir una “democracia cuidadora” capaz de detectar necesidades y repartir responsabilidades. Porque las formas tradicionales de cuidar a las personas, en la familia y a cargo de las mujeres, ya no son posibles ni tampoco deseables.
No todo el cuidado puede estar profesionalizado, y eso implica que toda la ciudadanía (no solo las mujeres) debe hacerse responsable de determinados cuidados. Pero todo el cuidado que debe estar profesionalizado, debe proporcionarse como un derecho y debe realizarse en condiciones de trabajo decente y no de cuasi-servidumbre, precariedad y explotación como ahora sucede.
En un artículo anterior, decía que cuidado y sexismo van de la mano: la eliminación del sexismo y la socialización del cuidado también son inseparables. Por eso, la externalización del cuidado hacia otras mujeres no resuelve la crisis global de los cuidados, sino que la reproduce y diversifica, introduciendo nuevos aspectos y dimensiones en las relaciones de dominación.
La externalización del cuidado en nuestras comunidades recae siempre sobre otras mujeres, ya sean de la propia familia o empleadas de hogar (en su mayoría de origen extranjero).
Desde el punto de vista de la salud comunitaria, es muy importante considerar las repercusiones que esta externalización produce en las mujeres cuidadoras: porque el cuidado es un bien relacional, aunque dicha relación pueda estar mercantilizada en muchas ocasiones (ya sea a través del mercado de proveedores individuales o de agentes organizados –públicos y privados-).
Llegados este punto podemos preguntarnos por el reto que todo esto supone para la salud comunitaria, y acerca de lo que debemos hacer para promover la salud y el cuidado de quienes cuidan a otros.
Las mujeres extranjeras que trabajan como empleadas de hogar en régimen de internas, sin duda deberían ser consideradas un grupo de acción prioritaria en los centros de salud, porque al elevado desgaste personal que suponen las tareas intensivas de cuidado, en ellas se añaden sufrimientos derivados de sus múltiples discriminaciones (como mujeres, como extranjeras, como trabajadoras y como cuidadoras). Hay quienes consideramos, en base a la evidencia de los resultados de numerosas investigaciones en nuestro país, que el trabajo de empleada de hogar en régimen de interna debería estar prohibido. Mientras eso no suceda, la prevención y la promoción de la salud con este grupo específico de población debería ser una prioridad insoslayable en los servicios de salud.
De acuerdo al valor de la fraternidad, el Estado debe proveer condiciones para la autoestima (entendida como capacidad para proponerse un plan de vida), lo que necesariamente conlleva una importante responsabilidad profesional por parte de los equipos de salud y de todos los profesionales encargados de prestar servicios sociosanitarios.
La externalización generizada del cuidado no puede funcionar como tapadera que oculte los efectos perversos de un sistema de dominación que condena a las mujeres en general, y a las extranjeras en particular, a hacerse cargo de forma invisible y sin reconocimiento alguno, de las tareas de cuidado que resultan imprescindibles para garantizar la sostenibilidad de la vida. De nuestra vida, y de nuestras vidas.