12 de junio de 2013 - 12 de junio de 2024

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años de periodismo

Palabras como flores o el espíritu del canto

Ante las trampas de lo neoliberal, carente de propuestas y vacío de contenido, una proposición: perderse en la lectura

Hölderlin y Adorno

Albacete Cuenta

Este es el último párrafo del artículo de más de cuarenta páginas titulado Parataxis. Sobre la poesía tardía de Hölderlin. Corresponde a la madurez en plenitud de Adorno que murió cinco años después. ¿Cómo se usa? Se trata premeditadamente de una escritura no jerarquizada, paratáctica, sin subordinaciones, no resumible y voluntariamente antisimplicativa, porque subordinarse a la forma de la escritura de la ordenación vigente del mundo puede ser ya una concesión irremediable. Hay que perderse en la lectura. Y ante las dificultades es preferible seguir leyendo. No abandonar la mirada de la criatura con la que el mundo se ensaña y perseguir una sociedad en la que no hubiera ya excluidos nos protege del elitismo y del rechazo de la política práctica. Todo está socialmente mediado. ¿Adapta Adorno su pensamiento al de Hölderlin, ocurre al revés, o un poco de cada? ¿Quién y cómo puede responder de forma apropiada a esta pregunta?

 


 

El genio es espíritu en la medida en que por medio de la autorreflexión se determina a sí mismo como naturaleza; el momento reconciliador en el espíritu, el cual no se agota en el dominio de la naturaleza, sino que respira después de haberse deshecho de la maldición del dominio de la naturaleza, maldición que también petrifica al dominador, sería la consciencia del objeto no idéntico. El mundo del genio es, con la palabra preferida de Hölderlin, lo abierto, y como tal, lo familiar ya no está encerrado y por tanto alienado: ¡Ven, pues! Miremos lo abierto, / busquemos algo propio por lejano que esté». En ese «propio» se esconde el ser-ahí presente hegeliano del sujeto, lo que ilumina; no se trata de ninguna patria primigenia. En la tercera versión de «Coraje del poeta», «Cortedad», se invoca al genio: «Por eso, ¡genio mío!, entra sólo / puro en la vida, y no te preocupes». Pero el hecho de que el genio sea la reflexión hace inequívoca la precedente segunda versión. Es el espíritu del canto, a diferencia del espíritu del dominio; el espíritu mismo abriéndose a la naturaleza en lugar de encadenarla, por tanto «respirando paz». Abierto, como el experimentado, es también el genio: «Pues desde que el canto de labios mortales / respirando paz brotó, benéfico en el dolor y la felicidad / nuestro modo de los hombres / el corazón regocijó, así también estuvimos / nosotros, los vates del pueblo, de buena gana entre los vivos, / donde muchos se unen, alegres y benévolos con todos, / abiertos a todos». El umbral que separa a Hölderlin de lo mítico y de lo romántico por igual es la reflexión. Quien, todavía en consonancia con el espíritu de su época, le atribuía la culpa de la separación, se confió a su órgano, la palabra. En Hölderlin se invierte la filosofía de la historia que concebía el origen y la reconciliación en simple oposición a la reflexión en cuanto estado de cabal pecaminosidad: «Así es el hombre; cuando el bien está ahí y se lo prepara con dones / él mismo un dios para él, ni lo conoce ni lo ve. / Primero debe sufrir; pero entonces pone nombre a lo que más ama, / entonces, entonces deben por eso nacer palabras como flores». Nunca ha sido más sublime una respuesta al oscurantismo. Pero si en «Cortedad» al genio se le llama «puro», es esa pureza y desprotección lo que lo diferencia del espíritu dominador. Es la firma hölderliniana del poeta: « ¡Avanza, pues, indefenso / por la vida y nada temas!». Si en la pasividad de Hölderlin ha reconocido Benjamin el «principio oriental, místico, superador de los límites» en oposición al «principio configurador griego» —y la imago de la helenidad que tiene Hölderlin es ya de color oriental en «El archipiélago», anticlasicistamente abigarrada, ebria de palabras como Asia, Jonia, mundo de islas—, este principio mítico tiende a la ausencia de violencia. Ella, la pasividad, es la que conduce, como se dice al final del ensayo de Benjamin, «no al mito, sino —en las creaciones más grandes— a las vinculaciones míticas que en la obra de arte se han convertido en la única forma amitológica y amítica». El hecho de que al Hölderlin tardío no se le ha imputado la tendencia mítico-utópica lo confirma la versión final de «Día de fiesta», que no se encontró hasta 1954 y en cuyas formas previas se ha basado ya la interpretación antimitológica y también la correspondance con Hegel. El himno añade a los motivos míticos el central, el mesiánico, la parusía de quien «no está no anunciado». Se le espera, forma parte del futuro, ya que el mito es lo que fue en cuanto lo siempre igual, y de él se escapan los «días de la inocencia». El estrato mítico aparece en un simbolismo del trueno. «Es que oyen la obra, / que se prepara desde hace tiempo, desde la mañana hasta el atardecer, por primera vez, / pues ruge inmenso, extinguiéndose en la profundidad, / el eco del trueno, la milenaria tempestad, / para dormir, cubierto por sonidos de paz, en lo hondo. / Pero vosotros, ahora tan estimados, oh días de inocencia, / vosotros también traéis hoy la fiesta, ¡bien amados!». En enorme arco se equipara la era solar de Zeus, en cuanto dominio sobre la naturaleza atrapado en la naturaleza, con el mito, y se profetiza su extinción en la profundidad, «cubierto por sonidos de paz». Lo que sería diferente se llama la paz, la reconciliación, la cual no extermina de nuevo el eón de la violencia, sino que lo salva en el momento en que perece mediante la anámnesis de su resonancia. Pues la reconciliación en la que el sometimiento a la naturaleza llega a su final no está por encima de la naturaleza en cuanto algo sin más distinto que debido a su alteridad sólo podría ser una vez más dominio sobre la naturaleza, que por el sometimiento participaría de su maldición. Lo que pone término al estado natural está mediatizado hacia éste no por un tercero entre ambos, sino en la misma naturaleza. El genio, que interrumpe el ciclo de dominio y naturaleza, no es del todo diferente a ésta, sino que tiene con ella aquella afinidad sin la que, como sabía Platón, no es posible la experiencia de lo otro. Esta dialéctica se sedimentó en la «Fiesta de la paz», donde es nombrada y al mismo tiempo distinguida de la hybris de la razón dominadora de la naturaleza, la cual se identifica con su objeto y por ello se somete a éste. «Pero de lo divino recibimos / mucho. Nos puso la llama / en las manos, y la orilla y el flujo del mar. / Mucho más, pues que de una manera humana / se nos han confiado las fuerzas extrañas. / Y el astro te ha enseñado / lo que está ante tus ojos, aunque nunca puedas igualarlo». Constituye sin embargo el signo de la reconciliación del genio el hecho de que a él, ya no endurecido en sí, se le atribuya mortalidad contra la mala infinitud mítica: «Así perece, pues, también cuando se cumple el tiempo / y el espíritu en ninguna parte carece de derechos, así muere / una vez, en medio de la seriedad de la vida, / nuestra alegría, ¡pero bella muerte!». También el genio es él mismo naturaleza. Su muerte «en la seriedad de la vida» sería la extinción de la reflexión, y con ella del arte, en el instante en que la reconciliación pasa del medio de lo meramente espiritual a la realidad. La pasividad metafísica en cuanto contenido de la poesía hölderliniana se alía contra el mito con la esperanza en una realidad en la que la humanidad se deshaga del hechizo de su propio apresamiento en la naturaleza que se reflejaba en su idea del espíritu absoluto: «Pues no lo pueden / los celestiales todo. Y es que alcanzan / los mortales antes el abismo. Por eso se vuelve, el eco, / con éstos»

(Th. W. Adorno (1963/4). Notas sobre literatura. Akal. Madrid. 2003. Págs. 469-72).


 

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